Prólogo - Discursos Nobel 2


Para conjurar el silencio
Por José Chalarca
Los once textos que conforman este segundo volumen de Discursos de los Premios Nobel de Literatura, nos brindan la oportunidad de aproximarnos al misterio de la creación poética y al no menos portentoso fenómeno de poetizar en la segunda mitad del Siglo XX, en que las fuerzas falsamente luminosas de la tecnología y la informática, buscan arteramente la aniquilación de la intimidad, la claudicación de la fantasía, el destierro de la imaginación y la anulación de la sensibilidad.
Cada pieza de esta oratoria que rescata el género de la torva servidumbre que le han impuesto los políticos, está integrada por páginas magistrales en las que los poetas coronados desgarran su entraña, para hacer aflorar las fuentes que nutren su decir o lo que pretende su verbo, o describir las piezas de su engranaje, o su primera causa o su última razón de ser.
Milosz, cuyo discurso da inicio a este volumen, nos dice desde la cabalgadura de un libro de infancia, que la esencia de la poesía es ver y describir. Pero no un ver y describir cualquiera para lo que están las cámaras fotográficas y de video, sino un ver creador con el que el poeta descifra los mensajes que emite lo visto, los interioriza, los elabora y los devuelve en la descripción como nuevos seres maravillosos, construidos con porciones de su corazón y arropados con el manto que ornan las piedras preciosas de su fantasía y el oro generoso de su sensibilidad.
Para Elytis en un mundo donde la economía ha extraviado sus rumbos y convertido a hombres y pueblos en cifras que acrecen hasta el delirio los ingresos de los ricos, la poesía es: el único lugar donde el poder de los números no significa nada.
Kawabata desde la galaxia del budismo Zen y con la evocación de los poetas que le antecedieron, nos muestra los ricos matices de la sensibilidad oriental, de tan difícil acceso para quienes educaron su percepción en los cánones de la estética greco-judío-cristiana.
Toni Morrison nos hace escuchar su voz modulada en los confines de la ínsula penitenciaria de la doble marginalidad que le infringen el sexo y la raza, para decirnos cómo ha colocado el techo de una torre de palabras que habían empezado a construir otros dos grandes poetas negros: Richard Wright y James Baldwin, este último igualmente objeto de doble marginación por su condición homosexual.
En el discurso de Morrison campea un profundo y genuino aliento poético. En un momento luminoso la anciana invidente de la fábula que le da estructura, acicateada por la voluntad de confundirla que esgrimen amenazadoramente sus jóvenes visitantes, elabora la sentencia que le permite salir airosa del paso: El trabajo-de-la-palabra, es sublime porque es generativo, produce el significado que garantiza nuestra discrepancia- la manera en la cual somos como ninguna otra forma de vida.
El texto de Camilo José Cela se apoya confiadamente en el Cratilo de Platón y apunta a develar el papel de la fábula en la aventura del Homo Sapiens sobre la faz de la Tierra, movido por el empeño inútil de ser lo que no es: un dios. Los hombres en la prosecución de este absurdo, han extraviado sus caminos e incurrido en todo género de tropelías y deslumbrados por el fuego fatuo de esta quimera, no han podido percatarse de que los dioses son la negación más aberrante de la condición humana.
Seamus Heaney como Milosz apuntala su disertación para honrar la poesía en paisajes de infancia, en memorias de cuartos y evocaciones de colores, olores y sabores de hogar.
Su vida ha transcurrido en medio del conflicto que enfrentan en su querida Irlanda los católicos y los protestantes, que hasta hace poco inundó de sangre las calles de sus pueblos y vistió de luto a gentes de todas las edades. Ilustra el horror de la violencia desbordada en una escena que no me atrevo a describir para no privar de antemano al lector de su impacto catártico. Ante el hecho de la paz alcanzada Heaney exclama conmovido: A veces es difícil no pensar que la historia instruye lo mismo que un matadero; que Tácito no mentía cuando dijo que la paz es la desolación que queda después de las operaciones decisivas realizadas por un poder inmisericorde.
Naguib Mahfouz que recibió con el premio a su obra el reconocimiento universal a la riquísima e importante literatura en lengua árabe, presta su voz para la que están dispuestos en esa ocasión todos los oídos del mundo, al proscrito hemisferio sur en donde tiene su morada la desesperanza, pero lo hace de rodillas.
Grita que su decir lo respaldan: la civilización imperial del antiguo Egipto y los 1300 años de cultura musulmana; que su voz tiene prestancia y en su buena fe que raya con la ingenuidad, no se da cuenta que la prosapia sin riqueza es más lastimosa y patética que la falta de abolengo connatural a la pobreza.
Con la desprevención del hombre sano que no sabe otra cosa que escribir, ajeno por completo a los turbios intríngulis de la política, le pide a los países ricos que vuelvan sus ojos a los sufrimientos de los seres humanos, aquellos que sobreviven con penuria en el Tercer Mundo. Nadie le hará caso porque los afortunados y los poderosos necesitan de los pobres como espejo que refracte el brillo de su riqueza y de la distancia que los separa para dimensionar las proporciones de su poder.
Naipaul discurre desde el coto cerrado del colonialismo inglés y nos dibuja con trazo firme y rica paleta los contornos de los dos mundos que entraña esa modalidad de existencia geopolítica. Nos dice que todo él está en sus libros y que se ha construido en el tránsito por las tierras que encontró mencionadas en los documentos que investigó, para ubicar sus orígenes.
Brodsky, el poeta cuyo discurso cierra este libro, aprovechó la oportunidad de tener un auditorio universal para exponer un texto luminoso en el que propone a la poesía como la razón de ser del género humano. Escuchémosle: En sentido antropológico, permítanme reiterar, que el ser humano es una criatura estética antes que un ser ético. Por lo tanto, no es que el arte, particularmente la literatura, sea un subproducto del desarrollo de la especie, sino justamente lo contrario. Si lo que nos distingue de los otros miembros del reino animal es el habla, entonces para decirlo francamente, la literatura es el objetivo de nuestra especie, y la poesía, en especial, porque es la forma más alta de la expresión.
Al concluir la lectura de los textos que le dan entidad a este libro, se puede establecer una confluencia de intención y aunque son anteriores a los últimos sucesos que han conmocionado al mundo y generado en los poderosos la urgencia de establecer un nuevo orden el cual, si analizamos los nortes que dirigieron la invasión a Irak, resulta ser el mismo antiquísimo que afirma y justifica su imperio en la razón de la fuerza.
El orden que se desprende de las propuestas de los poetas que se convocan en esta obra, se afirma en la defensa del lenguaje y de su más elevada misión: la poesía. Es impostergable una exhaustiva revisión de la palabra que, tal y como lo expone Böll en su denso discurso, ha extraviado o perdido o prostituido o esclavizado su poder y su capacidad misma de significación.
No se puede permitir que quienes se adelantaron en proponer el nuevo orden con el aplastante argumento de misiles, bombas y metralla, sometan también el imperio soberano del decir a la jerga del inglés comercial que hoy dispone de 500.000 vocablos con los que es imposible significar lo que logró Shakespeare con una lengua que en su momento tenía apenas 20.000 palabras.
Si el lenguaje como lo dijo Heidegger es la casa del ser y los poetas sus guardianes, entonces ellos están en la ineludible obligación de revaluar los contenidos del lenguaje. No pueden dejar que las palabras (libertad y redención) que pervirtieron su significación nos esclavicen. Que felicidad se ofrezca como genérico y se mida con la capacidad de compra. Que dinero y su tenencia sirva a quienes lo poseen en exceso para disfrutar hasta el hartazgo las bondades, los placeres y las prerrogativas reales del presente y para que ellos mismos vendan la idea de que la carencia, en los miles de millones que no lo tienen, les garantiza una vida eterna en un cielo que solo alcanzan con la muerte y de cuya existencia, con ese cúmulo de delicias, nadie ha dado testimonio y ni siquiera la más simple referencia.