Prólogo - Discursos Nobel 1

Los dueños de la luz
Por Iván Beltrán Castillo

Aunar prodigios, coleccionar milagros, conjuntar excepciones, alistar a los inconformes, invocar a quienes iluminaron sus días reinventando al hombre; porque quienes se acompañen de Saint-John Perse y Salvatore Quasimodo, de Pablo Neruda y Octavio Paz, de Günter Grass y William Faulkner, de García Márquez y José Saramago, ya no sentirán nunca el silencio de los dioses.
He aquí una prueba esplendorosa de que la vida es mucho más que un inútil tránsito entre dos oscuridades. Lo que abrimos ahora no es un libro sino once tentativas para fracturar la ausencia, terminar la espera, disolver los abrazos que se vuelven presidio; para domesticar los tiempos que primero nos esculpen y luego nos destruyen: furor y savia de la poesía.
En este tiempo donde todo son restas y ultrajes, donde parece lícito agrupar a los emisarios de la ruina en insensatos ejércitos, ideologías feroces, mentiras letales o dogmas petrificados, respondemos con esta humilde pero esencial brújula: el hombre y la palabra libertad, el verbo y el sujeto en libertad, el hombre y el verbo que nacen y mueren liberándose, porque entienden que lo único importante es la restitución, y saben junto al desdichado Horacio en el memorable Hamlet que: “hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que supone nuestra filosofía”.
Todo hombre es único e intransferible y tan precioso como el sueño que escenifìca, pero solamente el arte lo intuye. Hablamos del hombre en camino, el que busca su espejo en esa zona donde todo es ritual, donde el relámpago al iluminarle lo parte en dos: amor donde están todos los amores, día donde caben todos los días, ficha faltante en el rompecabezas del tiempo, historia que acusa y delata todas las humillaciones. Y el algo, tal vez imperceptible, que el lenguaje común llama esperanza.
Controvertido y polémico, Estocolmo regala una jornada festiva a los últimos obreros del desinterés. Ellos nos dicen que la vida es mucho más y tenemos opción de reinventar sus fronteras. Para que así el amor, la muerte y la agonía vuelvan a significar, para que regresen a su hemisferio sagrado, y podamos existir de otra manera.
Aquí está el futuro, en la palabra de estos hombres cargados de una ardiente paciencia, dispuestos a reinaugurar la vida, sus cantos, sus mapas, sus ciudades...
El arte, puro y rebelde, trapecista en el abismo de tres tiempos, último traductor de todos los matices y dialectos, aúna estas voces de muerte y esperanza para que detrás renazca una esencial colección de puertas. Despertará (según lo soñado por Rimbaud) para restituir tantos siglos de agonía: “hará del amor su casa, de la rebeldía su ley, de la anticipación su tiempo”.
“El poeta no amará la historia, porque su función no es estar con los que la hacen sino con quienes la padecen”, y en último caso será “la mala conciencia de su tiempo”.
Estas once voces “no desprecian nada; se obligan a comprender y no a juzgar”, y si se les pidiera postular una sociedad dirían junto a Nietzsche que ya no reine el juez sino el creador.
A pesar del tiempo que parece distanciarlos, todos ellos supieron que el rito de escribir conjuga de una nueva forma el devenir, que pierde así su amarga densidad y su distancia. Y todos también supieron el dulce camino que existe entre “el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, entre el dolor de vivir y el orgullo de haber estado vivo”.
Así vendrá la poesía y tendrá tu rostro. Llegará contra las opresiones, las guerras y los ríos de sangre, y estará cada año en Estocolmo con un nuevo contradictor, una nueva presencia que sabrá que, “ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte”.
Aquí la imaginación tiene su sitio, y estos lúcidos testimonios son obstinadamente un alegato contra aquellos que postulan el crepúsculo del hombre.
Desenterradores, futuro prehistórico, dueños de la luz y del espectáculo del mundo, precursores que reconocen en la belleza no un final sino un puente, ríos obstinados en los que contra toda predicción nos bañaremos perpetuamente, espejos donde queda el verdadero reflejo; estos aliados nos mostrarán el camino donde nada debe ser nombrado, donde ya no hay pausa entre realidad y deseo, y entonces el poeta –Neruda y usted, Quasimodo y usted, Octavio Paz y usted, Walcott y usted–, descubrirá el verdadero tesoro: que la vida sabe a muerte, que el amor y el olvido participan del mismo milagro, que la ceniza ya se presiente en resurreción... y que el polvo acepta ser polvo, pero polvo enamorado.